miércoles, 11 de mayo de 2016

La capilla de los arrepentidos

Conocí al padre Guillermo allá por el año cincuenta y dos. Por aquel entonces yo acababa de ingresar en el monasterio y él ya andaba encorvado y quejumbroso de sus articulaciones, pero eso no le impedía caminar todas las tardes mil pasos de ida y otros tantos de vuelta para ir a rezar a aquella ermita. Al principio pensé que se trataba de una costumbre o de un capricho del viejo fraile, pero más tarde, siendo testigo todavía de su insistencia, me enteré de que acudía a aquel templo para visitar la capilla que se conoce como de los arrepentidos. Yo no entendía qué arrepentimiento pudiera tener aquel buen hombre que se desvivía por lo más necesitados dándoles de comer, visitándolos cuando estaban enfermos y haciendo todas esas cosas que dan humanidad a nuestro oficio del clero; hasta que un día, estando fray Guillermo en cama por falta de fuerzas, me pidió un favor especial, que fuera en su lugar a aquella capilla, encendiera un cirio y rezara tres avemarías, y que lo hiciera todos los días mientras él no hubiera muerto, pues no tenía otra manera de morir en paz.
No fue hasta la noche en que se despidió de este mundo, cuando conocí la verdadera intención de aquella obsesión del padre Guillermo por la capilla de los arrepentidos. Aquella noche, sentado junto a su lecho y con la única compañía de la luz de un viejo candil, el anciano me confesó sus miedos de acabar en el infierno; aquellos se remontaban a un fatídico verano cincuenta años atrás.
En aquella época fray Guillermo todavía no se había entregado a Dios, o por lo menos, no había comprometido su vida al sacrificio cristiano, sino que para mi sorpresa, me enteré de que por aquel entonces ejercía la profesión de soldado. Fue precisamente durante un permiso que le habían concedido cuando volvió a su pueblo natal a visitar a su familia.
El pueblo, ni grande ni pequeño, y del cual no diré el nombre, era uno de esos típicos pueblos de la Ribera navarra, de casas encaladas y huertos arrimados a la orilla del río. Allí habían nacido él, sus padres y sus tres hermanos. Su padre, don Ernesto, era un buen hombre que había tenido una vida difícil; de pequeño, con apenas seis años, había quedado huérfano, y al no tener familiares directos que lo acogieran, lo enviaron a casa de unos parientes lejanos que vivían en otro pueblo de la Ribera. Aunque huérfano, el chico era heredero de una importante fortuna, pero a pesar de que las rentas de la hacienda de sus padres cubrían todos sus gastos, los lejanos familiares que lo acogieron sólo lo trataron como su “queridísimo sobrino” de puertas hacia fuera; su realidad fue más cenicienta, cuando no lo mandaban al río a por agua era porque estaba cuidando el ganado y cuando no tenía que cargar la leña era porque estaba ordeñando; en definitiva, el chico gastó su infancia y parte de su juventud obligado a hacer cualquier menester que le fuese encargado, así que no es de extrañar que cuando el joven Ernesto alcanzó la mayoría de edad volviese a su pueblo huyendo de aquel lugar y formase una familia con Juana.
Juana, la madre de fray Guillermo, se movía con agilidad entre las diligencias propias de quien lleva una casa de labranza y sentía una gran admiración por su marido, la cual debía ser correspondida a juicio de los cuatro hijos que tuvieron. El mayor, Eduardo, había nacido un año después de que contrajeran matrimonio, el segundo, fray Guillermo, un año después, un par de años más tarde vino el tercero, al que llamaron Emiliano, y mucho más tarde, podríamos decir que casi inesperado, llegó al mundo Benjamín, el último y cuarto.
Aquella tarde de verano Guillermo estaba charlando en el granero de la casa con dos de sus hermanos.
-La cosa está cada vez peor - había dicho Emiliano.
-Tenemos que hacer algo ya - insistía el mayor.
Que hablasen así no era casualidad; si bien hacía dos años que Guillermo se había alistado al ejército para alejarse de aquella casa, era plenamente consciente de lo que hablaban sus hermanos; debían actuar con premura o el asunto se les iba a ir de las manos.
-Por mi podéis hacer lo que consideréis oportuno – les dijo.
Guillermo entendía a sus hermanos; hacía tiempo que las cosas habían cambiado y aquella ya no era la familia ejemplar de antaño, pero lo que más le preocupaba era que su padre parecía de acuerdo con todo lo que estaba pasando. No podía fechar cuándo comenzó, si fue cuando descubrieron a su madre empleando dinero para encender la estufa de la casa o cuando le dio por golpear los cristales hasta romper las ventanas; quizás siempre hubiese estado ahí o quizás había empeorado con los años, daba igual, el caso es que Guillermo reconocía esa atmósfera turbia que su madre había ido generando y que había terminado enfrentando a los hermanos.
Aquel día, antes de hablar con ellos, él mismo lo había experimentado. Ante la mirada indiferente de su padre, había visto como una vez más su madre sembraba la cizaña entre los hermanos; todos eran unos vagos, todos unos miserables… todos iban a ser desheredados; todos, menos Benjamín, quien habría de heredar todos los bienes y el campo, eso es lo que iba a dictarle al notario.
A los pocos días terminó el permiso del joven soldado y tuvo que dejar aquella casa destartalada de ánimo; por una parte se le había hecho una estancia muy larga, pues cada vez soportaba menos los aires que gastaba su madre, pero por otro le daba pena dejar en esas condiciones a sus hermanos.
Apenas pasó una semana cuando recibió la primera carta de estos. Leyendo sus rápidas letras podía entender que estaban preocupados; no le extrañaba, pues Eduardo, el mayor, se había casado recientemente y tenía todas sus expectativas puestas en el campo, y que decir de Emiliano, el muchacho nunca había puesto mucho esfuerzo en estudiar y no conocía otro oficio que el de labrador. Pero eso no fue todo, después de la primera llegaron más y en cada carta que abría, Guillermo podía oler que la ira que destilaban las palabras crecía y crecía. Primero se contagió y les contestaba dándoles ánimos, incluso se mostraba beligerante y decidido en sus comentarios, pero poco a poco, viendo que las graves acusaciones que vertían sus hermanos iban en aumento y empezaba a predominar la sinrazón, comenzó a responderles más escuetamente, como queriendo calmar la situación.
En aquellos momentos pensaba en su padre, en la rabia que le daba que mirara para otro lado, en cómo podía haberse dejado dominar por aquella mujer; por más que lo pensara no lo lograba entender. Tampoco podía entender a su madre, ni la saña con la que trataba a sus hermanos, no le entraba en la cabeza que nadie lograra detener el comportamiento de aquella mujer, que había sido su madre y a la que ahora odiaba.
Decidió escribir una carta, una carta a su padre; no diría nada a sus hermanos, pues seguramente no le iban a entender, y allí le explicaría por qué se marchó y por qué era necesario apartar a su madre de los asuntos familiares; le pediría que buscase un médico de la región que la pudiera atender y también le suplicaría a él, a su padre, que volviese a acercarse a sus hijos, como antes, como el padre cariñoso que había sido siempre…
Nunca llegó a escribirla, no le dio tiempo; antes de que pudiera hacerlo, el sargento de su regimiento, un tal Benito Frías, lo encerró por orden de la comandancia en una de las celdas del cuartel.
Sucedió una mañana, cuando el sol todavía no acariciaba los campos. El primero en caer fue Benjamín, no tuvieron piedad; armados con un hacha y un palo, los dos hermanos entraron en la casa familiar y mataron a su hermano; luego les tocó el turno a sus padres, paredes salpicadas de sangre y cuerpos mutilados, eso ponía el parte del juzgado. En sus declaraciones habían intentado hacer ver que al llegar a la casa temprano se habían encontrado con aquella situación, y así lo habían denunciado, pero no contaban con que el triguero, un vecino del pueblo, había madrugado demasiado y les había visto entrar en el caserón armados con sus palos.
Guillermo nunca había llegado a imaginar hasta qué extremo llegarían sus hermanos. El juicio fue implacable, rápido; no había duda de que habían sido ellos quienes habían empuñado los instrumentos ensangrentados, y así, la sentencia del juez se mantuvo firme hasta que firmó la condena a muerte de los dos acusados: los dos hermanos, aquellos de quien la ira se había apoderado, fueron los últimos ajusticiados, los últimos condenados a la pena capital por un tribunal en la historia de Navarra, y Guillermo… aunque no había participado en los hechos, el odio que emanaba de sus cartas lo había delatado “como una parte interesada”, eso había dicho el fiscal, insinuándolo como cómplice y beneficiario.
El joven Guillermo fue expulsado del ejército con deshonor y apartado de su legado; nunca volvió a su pueblo, se fue lejos, tan lejos como pudo de su pasado, y pasaron años hasta que se dio cuenta de que por mucho que anduviera, por muy lejos que fuera, no podría olvidar aquello.

Recuerdo como si fuera ayer cuando pronunció aquellas últimas palabras; por mi parte, he seguido yendo a aquella capilla desde hace más de cuarenta años. 

martes, 10 de mayo de 2016

Los niños de Amjoj


Este cuento – opereta infantil - surge en un viaje a Errachidia organizado por Viajes Solidarios, en el que un grupo de intrépidos aventureros provenientes de España, a saber: Ana, Elena, Pilar, María José, Patxi, y quien escribe, acompañados por una representante de la Fundación Deporte Integra, Laura, y de tres personas de la organización local (Initiative Foundation): Isham, Abdu y Redouane, (Dios & Alá me excusen la ortografía), amén del chófer, Mohammed, que nos transportaba por los curvilíneos y abruptos caminos del sur marroquí, se “acercaron” hasta aquellas tierras con ánimo de ayudar en una pequeña escuela infantil sita en el poblado de Tazuka.

Kasbah de Amjoj
El objeto de la opereta, que no del viaje, era compartir la cultura occidental, en este caso más la española, con esos chicos, a través de la universalidad de la canción, tomando prestadas, sin ánimo de ofender a los letristas (muchas veces anónimos) varias tonadillas infantiles populares en España, e integrándolas con un escenario y un vocabulario comprensible para niños de tan corta edad (4-6 años).

Aunque las circunstancias no fueron favorables para la representación, pues a pesar de que tanto el Atlético de Madrid como el Real ganaron sus respectivas semifinales de Champions, había otros planes y el tiempo era escaso para el éxito del propósito, quedan aquí transcritas las líneas plasmadas originalmente en un cuaderno amarillo que, contra toda previsión meteorológica, fue sorprendido por la intermitente lluvia de la seca región. Queda así mismo, a voluntad de los organizadores locales, su traducción al árabe y empleo en la escuela en árabe o español.

Los niños de Amjoj

Érase una vez dos niños que vivían en un pequeño poblado de casas de adobe a las afueras de Errachidia. Se llamaban Abdu y Fátima y eran muy amigos. Por las tardes, después de comer, salían a jugar a la calle y correteaban sin descanso por la tierra polvorienta, dando patadas a una pelota, o jugando al escondite entre los muros de la kasbah de Amjoj. Sin embargo, eso no lo hacían todos los días, pues de vez en cuando, se sentaban en una gran piedra desde la que se veía la carretera que llevaba hasta el lago. Un inmenso lago azul que servía agua a toda la región. A pesar de que no era el asiento más cómodo del mundo, a ellos les gustaba porque desde allí podían ver pasar a la gente que iba y venía haciendo recados por la zona.

Un día que estaban sentados en la piedra vieron pasar a un hombre muy extraño. Era un señor mayor muy llamativo, que vestía una capa oscura y llevaba puesto un sombrero azul muy grande; además, los niños se fijaron en que para caminar se apoyaba en un bastón dorado que reflejaba los rayos del sol. El primer día que lo vieron no le dijeron nada, tan solo pasó caminando delante de ellos, y cuando llegó a la esquina de la montaña, siguió rodeándola y desapareció de su vista, de modo que ya no lo pudieron volver a ver.

¿Qué hacía ese hombre? Era todo un misterio. Al día siguiente, lo volvieron a ver haciendo la misma operación, primero pasó delante de los niños caminando y después, cuando llegó al borde de la montaña, nuevamente giró y desapareció.

Al tercer día los niños tenían tanta curiosidad por aquel hombre que no pudieron contener sus ganas de preguntarle qué hacía.

[Abdu] – Hola, ¿qué haces?
[Extraño] - ¡No lo veis!, estoy caminando.
[Fátima] – Ya lo vemos, ¿pero dónde vas?
[Extraño] – Voy siempre al mismo sitio
[Abdu] - ¿Y cuál es ese sitio?
[Extraño] – Alrededor de la montaña.
[Fátima] - ¿Alrededor de la montaña?
[Extraño] – Alrededor

Los niños se miraron sin entender nada, y de pronto escucharon cómo el hombre empezaba a cantar una canción.

[Extraño – cantando]
“Alrededor de la montaña, la montaña
Alrededor de la montaña, alrededor
Alrededor de la montaña,
Alrededor de la montaña
Alrededor de la montaña, alrededor”
[Extraño y niños cantan a coro]
“Alrededor de la montaña, la montaña
Alrededor de la montaña, alrededor
Alrededor de la montaña,
Alrededor de la montaña
Alrededor de la montaña, alrededor”

Después de aprenderse la canción, los niños se despidieron del hombre, quien finalmente les contó su secreto: ahora que ellos se habían aprendido la canción, él iría a otra montaña a buscar a otros niños que la aprendiesen a cantar.

Días después, después de un tiempo sin ir a la piedra, una tarde calurosa volvieron allí para sentarse otra vez y divertirse viendo pasar a la gente. Cuando llegaron se llevaron una sorpresa. En el lugar en el que se sentaban siempre, había un gran gato negro que estaba tumbado echando la siesta. El gato, que era muy peludo, tenía una mirada brillante y unos bigotes blancos muy largos.

[Fátima] – Hola gato, ¿qué haces en nuestro sitio?
[Gato] – Estoy descansando
[Abdu] – Pero ese es nuestro sitio, no puedes estar ahí tumbado.
[Gato] - ¿Por qué no? Yo siempre me tumbo aquí. Mirad las marcas de mis uñas en la piedra.

Los niños miraron la piedra y al observar las marcas de sus garras, vieron que el gato tenía razón. Entonces se acordaron de una canción y empezaron a cantarla.

[Niños - cantando]
Estaba el señor Don Gato
Sentadito en su sillón
Marra_ma_ma_miauuu
¡Miau_Miau!
Estaba el señor, Don Gato

Luego de cantar la canción, la niña volvió a hablarle al gato

[Fátima] – Gato, haznos sitio que también nos queremos sentar.

Como era muy hospitalario, el gato se echó a un lado y les dejó sitio a los niños con la condición de que no le despertasen mientras echaba la siesta. Ya llevaban un buen rato sentados sin ver pasar a nadie cuando vieron cómo un coche naranja se desviaba de la carretera y se acercaba hasta la piedra. Desde lejos les pareció escuchar que alguien cantaba dentro. Cuando el coche paró delante de ellos, vieron que en el interior viajaban dos niños con sus padres.

[Niños del coche] – Hola, vamos a Errachidia, ¿es por aquí?
[Abdu] – Si, es todo recto y luego a la izquierda.
[Niños del coche] - ¡Oh!, gracias.
[Fátima] - ¿Qué estabais cantando?
[Niños del coche] – Una canción
[Abdu] - ¿Podéis cantarla de nuevo?
[Niños del coche] - ¡Claro!
[Niños del coche – cantando]
En el coche de papá
Nos iremos a pasear
¡Vamos de paseo!
¡Pi, pi, pí!
¡Es un coche feo!
¡Pi, pi, pí!
Pero no me importa
¡Pi, pi, pí!
Porque llevo torta
¡Pi, pi, pí!

[Niños del coche, Abdu y Fátima – cantando]

En el coche de papá
Nos iremos a pasear
¡Vamos de paseo!
¡Pi, pi, pí!
¡Es un coche feo!
¡Pi, pi, pí!
Pero no me importa
¡Pi, pi, pí!
Porque llevo torta
¡Pi, pi, pí!


Cuando el coche se fue para Errachidia, el cielo estrellado anunció que se había hecho de noche y Abdu y Fátima se fueron muy contentos a dormir a sus casas. Aquella semana habían aprendido más de una canción y habían hecho nuevos amigos, entre ellos un gato dormilón.