Conocí al padre Guillermo allá por el año cincuenta y dos. Por aquel
entonces yo acababa de ingresar en el monasterio y él ya andaba encorvado y
quejumbroso de sus articulaciones, pero eso no le impedía caminar todas las
tardes mil pasos de ida y otros tantos de vuelta para ir a rezar a aquella
ermita. Al principio pensé que se trataba de una costumbre o de un capricho del
viejo fraile, pero más tarde, siendo testigo todavía de su insistencia, me
enteré de que acudía a aquel templo para visitar la capilla que se conoce como de los arrepentidos. Yo no entendía qué
arrepentimiento pudiera tener aquel buen hombre que se desvivía por lo más
necesitados dándoles de comer, visitándolos cuando estaban enfermos y haciendo
todas esas cosas que dan humanidad a nuestro oficio del clero; hasta que un
día, estando fray Guillermo en cama por falta de fuerzas, me pidió un favor
especial, que fuera en su lugar a aquella capilla, encendiera un cirio y rezara
tres avemarías, y que lo hiciera todos los días mientras él no hubiera muerto,
pues no tenía otra manera de morir en paz.
No fue hasta la noche en que se despidió de este mundo, cuando conocí
la verdadera intención de aquella obsesión del padre Guillermo por la capilla de los arrepentidos. Aquella noche,
sentado junto a su lecho y con la única compañía de la luz de un viejo candil,
el anciano me confesó sus miedos de acabar en el infierno; aquellos se
remontaban a un fatídico verano cincuenta años atrás.
En aquella época fray Guillermo todavía no se había entregado a Dios,
o por lo menos, no había comprometido su vida al sacrificio cristiano, sino que
para mi sorpresa, me enteré de que por aquel entonces ejercía la profesión de
soldado. Fue precisamente durante un permiso que le habían concedido cuando
volvió a su pueblo natal a visitar a su familia.
El pueblo, ni grande ni pequeño, y del cual no diré el nombre, era uno
de esos típicos pueblos de la Ribera navarra, de casas encaladas y huertos
arrimados a la orilla del río. Allí habían nacido él, sus padres y sus tres
hermanos. Su padre, don Ernesto, era un buen hombre que había tenido una vida
difícil; de pequeño, con apenas seis años, había quedado huérfano, y al no
tener familiares directos que lo acogieran, lo enviaron a casa de unos
parientes lejanos que vivían en otro pueblo de la Ribera. Aunque huérfano, el
chico era heredero de una importante fortuna, pero a pesar de que las rentas de
la hacienda de sus padres cubrían todos sus gastos, los lejanos familiares que
lo acogieron sólo lo trataron como su “queridísimo sobrino” de puertas hacia
fuera; su realidad fue más cenicienta, cuando no lo mandaban al río a por agua
era porque estaba cuidando el ganado y cuando no tenía que cargar la leña era
porque estaba ordeñando; en definitiva, el chico gastó su infancia y parte de
su juventud obligado a hacer cualquier menester que le fuese encargado, así que
no es de extrañar que cuando el joven Ernesto alcanzó la mayoría de edad
volviese a su pueblo huyendo de aquel lugar y formase una familia con Juana.
Juana, la madre de fray Guillermo, se movía con agilidad entre las
diligencias propias de quien lleva una casa de labranza y sentía una gran
admiración por su marido, la cual debía ser correspondida a juicio de los
cuatro hijos que tuvieron. El mayor, Eduardo, había nacido un año después de
que contrajeran matrimonio, el segundo, fray Guillermo, un año después, un par
de años más tarde vino el tercero, al que llamaron Emiliano, y mucho más tarde,
podríamos decir que casi inesperado, llegó al mundo Benjamín, el último y
cuarto.
Aquella tarde de verano Guillermo estaba charlando en el granero de la
casa con dos de sus hermanos.
-La cosa está cada vez peor - había dicho Emiliano.
-Tenemos que hacer algo ya - insistía el mayor.
Que hablasen así no era casualidad; si bien hacía dos años que
Guillermo se había alistado al ejército para alejarse de aquella casa, era
plenamente consciente de lo que hablaban sus hermanos; debían actuar con
premura o el asunto se les iba a ir de las manos.
-Por mi podéis hacer lo que consideréis oportuno – les dijo.
Guillermo entendía a sus hermanos; hacía tiempo que las cosas habían
cambiado y aquella ya no era la familia ejemplar de antaño, pero lo que más le
preocupaba era que su padre parecía de acuerdo con todo lo que estaba pasando. No podía fechar cuándo comenzó, si fue cuando descubrieron a su madre
empleando dinero para encender la estufa de la casa o cuando le dio por golpear
los cristales hasta romper las ventanas; quizás siempre hubiese estado ahí o
quizás había empeorado con los años, daba igual, el caso es que Guillermo
reconocía esa atmósfera turbia que su madre había ido generando y que había
terminado enfrentando a los hermanos.
Aquel día, antes de hablar con ellos, él mismo lo había experimentado.
Ante la mirada indiferente de su padre, había visto como una vez más su madre
sembraba la cizaña entre los hermanos; todos eran unos vagos, todos unos
miserables… todos iban a ser desheredados; todos, menos Benjamín, quien habría
de heredar todos los bienes y el campo, eso es lo que iba a dictarle al
notario.
A los pocos días terminó el permiso del joven soldado y tuvo que dejar
aquella casa destartalada de ánimo; por una parte se le había hecho una
estancia muy larga, pues cada vez soportaba menos los aires que gastaba su
madre, pero por otro le daba pena dejar en esas condiciones a sus hermanos.
Apenas pasó una semana cuando recibió la primera carta de estos. Leyendo sus rápidas letras podía entender que estaban preocupados; no le
extrañaba, pues Eduardo, el mayor, se había casado recientemente y tenía todas
sus expectativas puestas en el campo, y que decir de Emiliano, el muchacho
nunca había puesto mucho esfuerzo en estudiar y no conocía otro oficio que el
de labrador. Pero eso no fue todo, después de la primera llegaron más y en cada
carta que abría, Guillermo podía oler que la ira que destilaban las palabras
crecía y crecía. Primero se contagió y les contestaba dándoles ánimos, incluso
se mostraba beligerante y decidido en sus comentarios, pero poco a poco, viendo
que las graves acusaciones que vertían sus hermanos iban en aumento y empezaba
a predominar la sinrazón, comenzó a responderles más escuetamente, como
queriendo calmar la situación.
En aquellos momentos pensaba en su padre, en la rabia que le daba que
mirara para otro lado, en cómo podía haberse dejado dominar por aquella mujer;
por más que lo pensara no lo lograba entender. Tampoco podía entender a su
madre, ni la saña con la que trataba a sus hermanos, no le entraba en la cabeza
que nadie lograra detener el comportamiento de aquella mujer, que había sido su
madre y a la que ahora odiaba.
Decidió escribir una carta, una carta a su padre; no diría nada a sus
hermanos, pues seguramente no le iban a entender, y allí le explicaría por qué
se marchó y por qué era necesario apartar a su madre de los asuntos familiares;
le pediría que buscase un médico de la región que la pudiera atender y también
le suplicaría a él, a su padre, que volviese
a acercarse a sus hijos, como antes, como el padre cariñoso que había sido
siempre…
Nunca llegó a escribirla, no le dio tiempo; antes de que pudiera
hacerlo, el sargento de su regimiento, un tal Benito Frías, lo encerró por
orden de la comandancia en una de las celdas del cuartel.
Sucedió una mañana, cuando el sol todavía no acariciaba los campos. El
primero en caer fue Benjamín, no tuvieron piedad; armados con un hacha y un
palo, los dos hermanos entraron en la casa familiar y mataron a su hermano; luego
les tocó el turno a sus padres, paredes salpicadas de sangre y cuerpos
mutilados, eso ponía el parte del juzgado. En sus declaraciones habían
intentado hacer ver que al llegar a la casa temprano se habían encontrado con
aquella situación, y así lo habían denunciado, pero no contaban con que el triguero, un vecino del pueblo, había
madrugado demasiado y les había visto entrar en el caserón armados con sus
palos.
Guillermo nunca había llegado a imaginar hasta qué extremo llegarían
sus hermanos. El juicio fue implacable, rápido; no había duda de que habían
sido ellos quienes habían empuñado los instrumentos ensangrentados, y así, la
sentencia del juez se mantuvo firme hasta que firmó la condena a muerte de los
dos acusados: los dos hermanos, aquellos de quien la ira se había apoderado,
fueron los últimos ajusticiados, los últimos condenados a la pena capital por
un tribunal en la historia de Navarra, y Guillermo… aunque no había
participado en los hechos, el odio que emanaba de sus cartas lo había delatado “como una parte interesada”, eso había dicho el fiscal, insinuándolo como cómplice
y beneficiario.
El joven Guillermo fue expulsado del ejército con deshonor y apartado
de su legado; nunca volvió a su pueblo, se fue lejos, tan lejos como pudo de su
pasado, y pasaron años hasta que se dio cuenta de que por mucho que anduviera, por
muy lejos que fuera, no podría olvidar aquello.
Recuerdo como si fuera ayer cuando pronunció aquellas últimas
palabras; por mi parte, he seguido yendo a aquella capilla desde hace más de
cuarenta años.