Dícese que un tal Petersan,
comandante de las fuerzas rojas, ha convocado un congreso con la urgencia
de quien pierde aguas preocupado por seguir luciendo su uniforme pero sin
percatarse de que su flota - a estas alturas pesquera - está a la deriva
a resultas de sus maniobras y del empuje de las corrientes que le vienen de
babor. Un congreso exprés - lo llaman
sarcásticamente - cuando en realidad todos – en especial sus contrincantes - saben
que se trata de una estratagema temporal y capciosa para imposibilitar cualquier tipo de
motín a bordo. Violentado por alguno de sus capitanes, aquellos que creen
conveniente destituirlo para conseguir enderezar el rumbo en lugar de seguir
navegando según sople el aire o les arrastre la mar, el comandante ha convocado
ese congreso mientras saca pecho y se reafirma en su posición estática
exclamando a los cuatro vientos aquello de que de allí no le saca ni Dios. Él,
el infalible, el líder que no se cuestiona sus consecutivas derrotas, les ha dado
la espalda y ha depositado su confianza en lo que digan los
marineros rasos, el eslabón más modesto de su tripulación. Sin embargo, a
última hora uno de sus asesores le plantea una cuestión:
-En efecto, la mayor parte de los
marineros que votaron en su día estaban a su favor, pero... ¿Ha pensado que tan
solo eran un parte de todos ellos? ¿Qué dirán los demás?¿Y si han cambiado de opinión?
-Tonterías - responde el
comandante - eso no son más que falsedades, hay que acabar con este motín como sea.
-Ya… pero ¿está seguro de que
tenemos fuerzas suficientes para tomar la Isla?
Desoyendo las advertencias, el
comandante tira a su asesor por la borda y continúa pilotando, ignorando rocas, vendavales y piratas, y manteniendo firme el
convencimiento de que los astros se van a conjurar a su favor.
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